Es cursi decirlo, pero qué le vamos a hace si es así. Lisboa enamora -y reenamora– a quienes la visitan y el que diga lo contrario, miente como un bellaco.
Son muchos los que cada año quedan enganchados a ese noséqué de la capital portuguesa, a esa luz suya tan particular, a ese ritmo pausado que la desmarca del resto de capitales europeas, a esa capacidad de reinventarse y de ofrecer lo más moderno entre lo moderno escondido tras los desconchones de sus viejas casas.